El
concepto de desarrollo sostenible es muy amplio y propio de una actividad
horizontal. El desarrollo sostenible afecta a muchas áreas: recursos naturales,
alimentación, salud, biodiversidad, medio ambiente, recursos energéticos,
crecimiento demográfico, etc. Es, sin ninguna duda, un reto del conjunto de la
humanidad ya que afecta a su propia supervivencia en la forma en la que
actualmente está disfrutando del planeta en el que está alojada.
El informe
Brutland de la Comisión Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo definió en
1987 el desarrollo sostenible como el desarrollo que atiende las necesidades
del presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para
atender las suyas. Se trata, pues, de hacer uso de los recursos actuales pero
haciendo que, los resultados del desarrollo no supongan hipotecas para las
generaciones futuras.
Los
recursos genéricos a los que se refiere la definición deben concretarse para la
Región Iberoamericana. Sin duda, los recursos naturales, la diversidad
biológica, el medio ambiente y el patrimonio construido son o afectan a
recursos cruciales que es necesario considerar. Así, en la Asamblea del Milenio
de las Naciones Unidas (2000), los Jefes de Estado hicieron hincapié en la
conservación y la administración del agua, con el fin de proteger nuestro medio
ambiente común y, especialmente, “para detener la explotación no sostenible de
los recursos hídricos, desarrollando estrategias para el manejo del agua en los
niveles regional, nacional y local, que promuevan tanto el acceso equitativo
como el abastecimiento adecuado”
Objetivos
del Área
·
Promocionar el desarrollo de los
recursos naturales y culturales, alimentación, salud, biodiversidad, medio
ambiente y recursos energéticos limpios, de forma que se atiendan las
necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras de Iberoamérica. Para conseguir estos objetivos es necesario desarrollar y aplicar estrategias enfocadas al manejo responsable de los recursos naturales en los niveles regionales y locales.
El hombre del fin del milenio ha adquirido paulatinamente
conciencia de que una época termina y por tanto se plantea dos opciones
inequívocas: por un lado, continuar con modelos de desarrollo en los que los
procesos económicos prevalecen y marcan las líneas de explotación de los
recursos y los hábitos de consumo, o -en necesario contraste-, entender que si
alguna dictadura debe existir en el próximo siglo es la ambiental -considerada
como una dimensión que trasciende su contexto ecológico e integra ámbitos que
tradicionalmente se han fragmentado, como lo político, lo social y lo económico.
La crisis global y sus saldos de miseria y devastación debe ser entendida como
una oportunidad para transitar hacia otro modelo de relación entre los hombres
y su ambiente.
Prácticamente para nadie es un secreto que el mundo en el que vivimos
enfrenta una serie de problemas ambientales que parecen perfilar una
catástrofe: fenómenos de cambio climático comprometen los niveles productivos,
la capa de ozono ha sufrido un adelgazamiento alarmante, día a día la
biodiversidad mundial disminuye y estamos conduciendo a las pocas especies que
utilizamos a patrones de agotamiento genético (sólo 30 del total conocido nos
ofrecen el 85% de nuestros alimentos).
El suelo fértil y la cubierta vegetal
pierden terreno. Cada año, por ejemplo, se desertifican 7 millones de hectáreas
en el planeta. Eso no es todo: el agua potable es cada vez más escasa y los
desechos peligrosos se depositan en lugares inadecuados ocasionando enormes
problemas de salud. Sólo en México se producen diariamente 80.000 toneladas de
residuos de los cuales se recicla únicamente el 6%.
Estos problemas deben ser ubicados necesariamente dentro de un contexto
de crisis global que perfila el fin de una época: los bloques de poder, que
dominaron el siglo XX, se han reconstituido dramáticamente; los valores
sociales se enfrentan a propuestas (sin duda legítimas) de grupos que
tradicionalmente han sido descritos como "minorías"; los modelos de
liberalización económica arrojan un saldo brutal de pobreza que, en los países
del sur, se ve agravado por un círculo vicioso de miseria y devastación de
recursos; en una cantidad preocupante de países han tenido lugar procesos
separatistas y las propuestas políticas parecen comprometidas con criterios y
ofertas coyunturales de corto plazo que permiten a sus promotores el acceso al
poder.
Desde luego, no es la primera vez que el hombre enfrenta procesos
críticos. La historia nos arroja muchos ejemplos de civilizaciones
esplendorosas que declinaron vertiginosamente. En México, por ejemplo, la
civilización maya logró erigirse en un imperio caracterizado por sus notables
avances.
Sin embargo, alrededor del siglo VIII de nuestra era, los mayas que se
encontraban en el punto más alto de su desarrollo imperial se eclipsaron
misteriosamente. Una de las posibles explicaciones que llevó a esta caída ha
sido sugerida por investigadores de la Universidad de Florida que señalan que
en esta época se presentó un cambio climático que tuvo como efecto sequías terribles
y, en consecuencia, malas cosechas que determinaron la migración de los mayas a
otras zonas.
Evidentemente existen toques de similitud entre ese problema y el
que hoy enfrentamos. Pero hay una diferencia esencial: el hombre moderno ya no
tiene adonde ir. Esto nos plantea un problema inédito: el de la sobrevivencia.
Nunca como ahora el mundo se ha encontrado en un riesgo tal.
Aceptemos para los propósitos de esta presentación que paradigma es
un modo social dominante y que el conocimiento, la manera en que se genera y la
forma en que percibimos el mundo está determinada por esta estructura (que
desde la perspectiva de Kuhn y en el contexto de la evolución del conocimiento
científico se modifica por medio de un proceso revolucionario en el que las formas
dominantes ya no son satisfactorias).
Resulta claro que la racionalidad
científico-tecnológica se ha erigido sin disputa alguna como la forma en que
los hombres validan sus procesos de desarrollo. Un presupuesto esencial de este
paradigma es el del ambiente como un sistema que es necesario conocer y dominar
en nuestro beneficio.
La modernidad, entendida como un proceso de
racionalización (que no racionalidad) creciente, ha cerrado espacios a formas
alternativas de entender la naturaleza. La globalización de este proceso crea
una visión en la que el progreso y el desarrollo son fuerzas totalizadoras y
los matices culturales son ignorados en el mejor de los casos o aplastados en
el peor. La imagen de alguien que no puede entender que las poblaciones indígenas
se «niegan a progresar» ilustra esta tendencia.
La década de los sesenta marcó un cambio en la actitud de la sociedad
frente a muy diversos asuntos: la ruptura de los jóvenes con formas
establecidas, las reivindicaciones femeninas respecto de sus derechos, las
crisis estudiantiles y la preocupación creciente por la degradación ambiental
fueron sólo algunas muestras. Los espacios tradicionalmente ocupados por
especialistas se convirtieron en asuntos de discusión pública. El apocalíptico
informe del Club de Roma en 1972 marcó una pauta en la que por primera vez se
establecieron las posibles consecuencias ambientales asociadas al crecimiento
de las poblaciones y de sus estilos de desarrollo.
Pese a las (muy válidas)
críticas recibidas, el informe abrió una puerta institucional para abordar el
problema, y en el mismo año se celebró la Conferencia de Estocolmo para el
medio humano en la que representantes de diversos países plantearon asuntos
relacionados con los nexos entre el hombre y su ambiente. El camino estaba
abierto: la Organización de las Naciones Unidas creó el PNUMA en 1982 y en 1987
la Comisión Brundtland publicó su hoy casi legendario informe en el que
patentaba una concepción no muy novedosa pero sí oportuna de desarrollo
sostenible.
La versión planteada explícitamente por la Comisión Brundtland define el
desarrollo sostenible como aquel que satisface la necesidad de la
generación presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras
para satisfacer sus propias necesidades.
Pronto las discusiones sobre
el desarrollo sostenible se han extendido en muy diversos ámbitos: ¿es un
concepto? ¿un paradigma? ¿una utopía? ¿quién y bajo qué criterios define las
necesidades? ¿es legítimo pensar transgeneracionalmente cuando no hemos sido
capaces de resolver los problemas de nuestras propias generaciones? Este no es
el lugar para abundar sobre estas discusiones por lo que aceptaremos, en
principio, que el desarrollo sostenible es un proceso en construcción que puede
marcar líneas de gestión para desarrollar la ruta hacia un modelo de
racionalidad creciente que ponga el énfasis en la importancia de satisfacer las
necesidades esenciales de los que menos tienen sin comprometer el equilibrio de
los recursos.
Bajo esta visión la variable económica con sus indicadores de
PIB, reservas, etc., se complementa con una variable ambiental en la que los
indicadores se refieren al estado de los recursos y con una variable de equidad
en la que se destacan indicadores de calidad de vida.
El problema es retador desde muchos puntos de vista ya que implica una
serie de cambios esenciales en las formas tradicionales (lineales,
economicistas) de desarrollo. En efecto, se requieren transformaciones
conceptuales, metodológicas y de valores para internalizar los retos asociados
a una transición hacia el desarrollo sostenible. Asimismo, se necesitan formas
más democráticas en el ejercicio del poder y mayores posibilidades de
participación social.
Es imprescindible, por otro lado, una sociedad con mayor
cultura ambiental que sea capaz de asumir los costos (en términos de hábitos de
consumo y uso de la energía) implícitos en el tránsito hacia el desarrollo
sostenible. Una estrategia privilegiada es la Educación, en todas sus
derivaciones tanto formales como no formales.
La Educación Ambiental (E.A.) tiene sus orígenes en preocupaciones
conservacionistas que proponían la inafectabilidad de los recursos y condenaban
a un desarrollo cero a los países del sur. Sin embargo, pronto quedó claro que
la conservación por sí misma era inaceptable en momentos en que se condenaba la
devastación de los recursos por individuos que no tenían otra alternativa de
sobrevivencia. En ese contexto, la Educación Ambiental se concibe como una
dimensión que debe integrarse en las propuestas educativas dirigidas a la
sociedad. La definición de Unesco incluía como algunas de las necesidades de la
E.A. las de reconocer valores, aclarar conceptos y fomentar actitudes y
aptitudes, con el fin de comprender y apreciar las interrelaciones entre el
hombre, la cultura y el medio.
En 1971 la OEA propone que una de las funciones
de la E.A. consista en la enseñanza de juicios de valor y en la necesidad de
razonar problemas complejos. Esta idea es complementada por Pedro Cañal en
1981, quien sugiere la necesidad de comprender y enjuiciar las relaciones de
interdependencia entre las estructuras de poder, los modos de producción, el
medio biofísico y la ideología.
En 1992 una de las conclusiones del Foro Global
es que la E.A. es un proceso de aprendizaje permanente en el que se manifiesta
un respeto a todas las formas de vida, y que propone sociedades socialmente
justas y ecológicamente equilibradas. Se aprecia ya la influencia que la
sustentabilidad del desarrollo ejerce sobre los procesos educativos. Es claro
que la E.A. no puede ser concebida como una nueva disciplina que segregue el
conocimiento y lo compartimentalice.
Las diversas variables que juegan un papel
en la aparición de problemas ambientales implican la necesaria integración en
una dimensión. Diversos autores han discutido sobre la idea de considerar a la
E.A. como un eje que permita unir los diversos conocimientos disciplinares. El
reto es complejo ya que más allá de su bondad discursiva un sistema transversal
de enseñanza debe luchar con inercias disciplinarias que se resisten a la
integración.
Por otro lado, resulta claro que el ejercicio no puede consistir
en tomar fragmentos de cada disciplina e integrarlos forzadamente y que la
organización del tiempo escolar no contempla la incorporación de esta dimensión
y, en consecuencia, no existe un espacio formal para llevar a cabo actividades
de E.A. Sin embargo, existen ya propuestas en marcha (como el caso español) en
las que dimensiones con un alto contenido en valores se han incluido ya de
manera transversal en la enseñanza formal. Habrá que esperar a los resultados
que los investigadores educativos arrojen sobre esta estrategia educativa.
Las líneas de acción de la Educación Ambiental son muy diversas: se
asume que deben propiciar estrategias preventivas y reorientar patrones de
consumo, así como promover la corresponsabilidad y la participación social. En
estos procesos se propone la formación de individuos que puedan modificar sus
sistemas de valores y que a su vez se inserten en un esquema social de
relaciones más solidarias, cooperativas, autónomas y equitativas (este es un
buen momento para distinguir la equidad en términos de reconocimiento de
relaciones de desigualdad que deben promover un trato diferenciado de estos
desiguales). La tolerancia, la pluralidad y el compromiso social son algunos de
los valores esenciales que se deberían promover.
Los niveles de intervención en el proceso educativo son también
diversos. Por un lado, en el ámbito de la Educación formal existen espacios que
no pueden ser desatendidos, como el diseño curricular y la formación y
actualización magisterial. Asímismo, se hace necesaria una oferta educativa más
amplia en los niveles medio superior y superior. En el caso de la Educación no
formal resulta fundamental la caracterización de los diversos espacios
recreativos y culturales, el uso de los medios de comunicación, el fomento de
la participación social y la vinculación entre los programas de trabajo de las
organizaciones no gubernamentales.
Evidentemente el cabal cumplimiento de estas
metas entraña dificultades de muy diversos tipos: quizá la más importante es la
percepción, tan extendida en la sociedad, de que un problema ambiental es en
realidad un asunto ecológico que puede ser resuelto a través de acciones
consignatarias como el no tirar la basura o sembrar un árbol. Este activismo,
si bien ha jugado un papel en la sensibilización de la sociedad, no tiene
efectos significativos en nuestras pautas culturales debido a la falta de
concreción de las acciones propuestas.
Podemos decir que el discurso de la Educación Ambiental ha sido aceptado
como «políticamente correcto» y que existen claros consensos en cuanto a que es
necesaria su introducción en los espacios de Educación formal. Sin embargo, más
allá de esta claridad en lo que debe ser, se encuentra la realidad educativa
que se resiste de muchas maneras a aceptar nuevos paradigmas en su estructura.
El concepto de desarrollo sostenible tiene ya un espacio en el discurso, aunque
la lectura de muchos tomadores de decisiones es mecánica y poco comprometida.
Por otro lado, existen fuertes inercias en los espacios educativos que
funcionan como lastres que sería necesario identificar y modificar para
conseguir una nueva propuesta educativa. Veamos algunas de estas inercias:
La inercia ecologista.- Durante mucho tiempo los diseñadores
de currículos han planteado (desde luego de manera implícita) que se satisface
la necesidad de enseñar ambientalmente impartiendo temas formales de ecología.
De esta manera los estudiantes han recibido información exhaustiva sobre ciclos
de energía, cadenas alimentarias y relaciones tróficas. Sin embargo, esta
información se presenta de manera fragmentaria y sin ningún contexto que le
permita al estudiante integrarla en un marco más amplio.
La inercia disciplinaria.- El problema, en este caso, parte de
la idea de que un asunto "natural" es un asunto "científico". Por supuesto,
dentro de esta tendencia al silogismo, los asuntos del ambiente son problemas
que metodológicamente deben ser abordados por las ciencias naturales. Esta
visión ha determinado que en los planes y programas de estudio se ubiquen
problemas como el de la deforestación dentro de disciplinas que expliquen las
consecuencias ecológicas -como la biología-, pero que no discutan las
consecuencias sociales o económicas de dicha actividad.
La inercia metodológica.- El cambio hacia un nuevo modelo de
desarrollo es un asunto complejo y complejas deben ser las soluciones.
Tradicionalmente, en los espacios escolares, se ha seguido una ruta
reduccionista en la que los problemas se fragmentan para poder ser analizados.
Se habla de métodos universales como el científico y se desdeña la posibilidad
de articular una visión sistémica en la que se descubran los diversos elementos
que componen un problema.
La inercia consignataria.- Muchas veces, en función de cumplir
el programa o de satisfacer algún interés político, los estudiantes son
involucrados en campañas periódicas en las que se les indica que ahorren agua o
separen la basura que producen. En la mayoría de los casos la actividad
emprendida es mecánica y sin ninguna explicación. La diferencia entre estas
iniciativas y las órdenes que deben ser cumplidas sin ningún análisis es
simplemente de matiz. Los estudiantes frecuentemente no son capaces de
determinar cuál es el efecto de su acción y en otros muchos casos no son
incorporados al seguimiento. El efecto final (100 árboles sembrados, 200 niños
trabajando) se cuantifica en reportes que satisfacen las necesidades
burocráticas de los espacios escolares.
La inercia de la evaluación limitada.- Una de las principales líneas
implícitas en la Educación Ambiental es la de dar a luz una ética diferente
para abordar y concebir los problemas ambientales. Sin embargo, existen grandes
limitaciones en los espacios escolares para identificar y evaluar el desarrollo
de estos valores. Siguiendo una tradición en la que los criterios de evaluación
son un método para "medir" el conocimiento, los maestros argumentan acerca de
la «subjetividad» de la tarea de evaluar la educación en valores y la
descalifican inmediatamente asignándole espacios no formales de enseñanza.
La inercia del enfoque propedéutico.- Otra de las características de los
espacios escolares que bloquea las iniciativas de Educación Ambiental es la de
adoptar un enfoque propedéutico en el que los niveles primarios se conciben
como un paso para los niveles superiores y, en consecuencia, se diseñan
programas "a escala" de los que se aplican en el nivel superior. El
conocimiento se concibe como un valor en sí mismo y se ignora el (nada
ignorable) hecho de que los niveles de deserción educativa en una gran mayoría
de los países iberoamericanos son muy altos. Se hace necesario un esquema
básico en el que los valores, las habilidades y las actitudes tengan un lugar
dentro de esta obsesión enciclopédica.
La inercia de la asepsia.- Diversos autores consideran que el
Estado controla y mediatiza a sus futuros ciudadanos a partir de una selección
cuidadosa y aséptica de los contenidos. Más allá de esta visión (que
probablemente en algunos países sea exacta y en otros no), resulta claro que
introducir elementos de Educación Ambiental para el desarrollo sostenible en
los currículos escolares, implica la necesidad de integrar aspectos sociales y
políticos. Esta necesidad pugna en muchos casos con no «ideologizar» demasiado
la educación. En otro ámbito ocurre algo similar cuando en la escuela se está
dispuesto a revisar asuntos de sexualidad desde una perspectiva fisiológica
pero no psicológica o social.
La inercia de la localidad y la globalidad.- Existen miles de
niños de los países menos desarrollados que saben que las emisiones de
clorofluoroalcanos están adelgazando la capa de ozono. Otros muchos saben que
existe un fenómeno de cambio climático. Sin embargo, estos hechos -que con
frecuencia son los únicos problemas ambientales que conocen- son ajenos a su
realidad y están determinados mayoritariamente por otros países. Por otro lado
y en notable contraste, hay estudiantes a los que se les plantea que los
problemas ambientales de otras regiones no tienen ningún efecto en su propia
localidad. De esta manera los problemas se fragmentan nuevamente y queda muy
poco claro para los alumnos cuál puede ser su participación.
Estas son sólo algunas de las inercias a vencer. Desde luego el problema
constituye todo un reto que tiene que enfrentarse con propuestas imaginativas y
viables que permitan una verdadera inserción de lo ambiental en el sistema
educativo. De otra manera seguiremos produciendo generaciones de seres
angustiados o indiferentes ante los problemas que viven, lo que proyecta un
futuro completamente indeseable para todos.