Cuanto hasta aquí hemos dicho es igualmente válido
para la Educación formal y la no formal, en la medida en que ambos sistemas son
complementarios e inciden sobre sujetos que aprenden en diferentes fases o
momentos de su vida. El interés y oportunidad de las experiencias de E.A. no
formal vienen dados por la existencia de múltiples problemas que requieren de
decisiones colectivas, tomadas por la sociedad civil en su conjunto (jóvenes,
adultos, etc.), para la que las respuestas escolares, siendo útiles, resultan
insuficientes.
Por lo tanto, la escuela puede ser un buen elemento
movilizador de las conciencias de niños y jóvenes. Incluso puede y debe ser un
elemento dinámico en su propio territorio. Pero no podemos pedir a sus
educadores escolares que cubran, además, el amplio abanico de necesidades de
formación permanente existente en la sociedad en su conjunto.
El papel de los educadores
extraescolares se convierte así en esencial
Para vitalizar a unas sociedades necesitadas de
permanente reflexión acerca de los objetivos que persiguen, la sustentabilidad
de las estrategias que utilizan para conseguirlos, y la equidad en su reparto y
utilización. Llevar a cabo tal tarea no resulta fácil, pues la complejidad de
los problemas se ve acentuada por la enorme carga de incertidumbre que plantea
educar en contextos no convencionales, donde las variables que el educador o
educadora controlan son pocas respecto a los elementos aleatorios que entran en
juego.
En todo caso, conscientes de ello, nos atrevemos a
sugerir algunas pautas que, a nuestro juicio, podrían orientar la acción
educativo-ambiental no formal:
a. La necesidad de
autoformación permanente
A los educadores y educadoras extraescolares se les
pide que tengan múltiples respuestas, que ayuden a los grupos a reorientar sus
valores y pautas de conducta, que sepan organizar lúdicamente las actividades,
que comprendan las pautas culturales de los adultos o los jóvenes... pero la
pregunta que ellos legítimamente pueden hacerse es la de saber cómo y en qué
condiciones pueden prepararse a fondo para esas tareas; qué instituciones están
atentas a sus propias necesidades de formación; dónde adquirir las destrezas
teóricas y prácticas que se requieren para llevar a buen fin sus objetivos.
La respuesta aparece desdibujada y no es en absoluto
proporcional a las necesidades. Existen todavía pocas instituciones atentas a
formar a estos grupos de educadores no formales. Algunas universidades
mantienen programas abiertos al respecto, pero se trata de ofertas minoritarias
en relación con el amplio despegue que han tenido en los últimos años las
organizaciones no gubernamentales, los grupos ecologistas, los colectivos
educativo-ambientales, etc. Seguramente, como siempre, la solución sólo en
parte está fuera, y hay que buscarla dentro.
Sean bienvenidas todas las ofertas
que contribuyan a potenciar la formación rigurosa y permanente de estos
profesionales, pero aceptemos que en ellos mismos existe un enorme potencial
autoformativo que, debidamente organizado desde dentro de los propios grupos,
puede ser el verdadero elemento dinamizador de quienes necesitan aprender para
ayudar a otros a aprender.
Así pues, tomando las oportunidades de formación que
están fuera, y combinándolas con la autoformación, lo que es evidente es que el
proceso por el que una persona o un grupo se constituyen como educadores
ambientales es un camino inacabado, en el que cada conquista en el conocimiento
no es una llegada, sino el principio de una nueva partida. Aceptar la necesidad
de formación permanente significa, vista así, aceptar la conciencia de
insuficiencia que puede conducirnos, como seres humanos, al encuentro con la
ciencia, el arte, la cultura, como formas vivas de comprensión de lo vivo. Es,
también, aceptar la necesidad de la mano del otro para caminar, sabiendo que el
camino que se emprende al educar es una ruta que requiere esfuerzo y dedicación
constantes.
b. La contextualización de los
procesos: la Educación Ambiental como instrumento para el desarrollo endógeno
Los colectivos que practican la E.A. no formal son “verdaderos instrumentos de desarrollo
sostenible”, en la medida en que, favoreciendo el crecimiento
cualitativo de las personas que aprenden, están reforzando la autosuficiencia
individual y colectiva. Autosuficiencia frente a dependencia: he ahí la gran
tensión entre lo sostenible y lo no sostenible.
Educar ambientalmente debe
suponer, a nuestro juicio, contextualizar nuestros procesos educativos dentro
de procesos más amplios que, en el campo social, refuercen los valores y formas
de vida esenciales a la comunidad. Significa asimismo entender la Educación
conectada a los problemas económicos, a las opciones de crecimiento en una u
otra dirección, que vive cada comunidad.
Contextualizar el proceso educativo-ambiental viene a
ser, en definitiva, insertarlo en el
“corazón” de los problemas del desarrollo de cada grupo social, haciendo
de lo educativo un motor para la reflexión crítica, las opciones libres y
alternativas, las decisiones que comprometen. Así entendida, la E.A. no formal
es parte constitutiva de los elementos que favorecen el desarrollo sostenible
de una comunidad, y “transporta” en sí misma el germen de modos de
entendimiento armónicos entre los seres humanos y su entorno y los seres
humanos entre sí.
c. La integración entre la
Educación y la acción: educar y gestionar recursos; dos dimensiones
complementarias que se realimentan
Si es cierto que todo planteamiento educativo
libremente asumido tiene su “banco de pruebas” en la acción, no es menos verdad
que una Educación orientada directamente a la gestión de los recursos,
individuales o comunitarios, permite confrontar teoría y realidad en el día a
día.
Los grupos que trabajan en E.A. no formal generalmente
tienen la oportunidad de vincular la Educación con la gestión.
Ellos no sólo forman personas, sino que gestionan directamente recursos. La
pregunta que se les puede hacer se refiere al grado de coherencia que mantienen
entre una y otra tarea. Porque es ahí, en ese reto de la coherencia, donde se
legitima la parte esencial de su discurso educativo.
¿Están gestionando aquello
que les compete con formas de organización adecuadas, favoreciendo el uso
correcto de los recursos? ¿Están utilizando al enseñar prácticas
interdisciplinarias, metodologías participativas, modos de comunicación no
ideologizantes? Entre una y otra pregunta existe un abanico de respuestas.
Seguramente ninguno de nosotros saldría airoso de un exhaustivo examen, pero es
preciso mantener al menos la tensión de recordar que esa coherencia es la base
esencial de nuestro mensaje educativo, un mensaje que se construye muchísimas
veces al margen de la comunicación verbal o con muy poco peso de ella.
d. Criterios ante un dilema:
crecer o no crecer. El valor de lo pequeño y lo descentralizado.
Generalmente, los grupos de E.A. no formal nacen a
partir de pequeñas organizaciones de profesionales inquietos por el cambio.
Personas que se plantean una acción transformadora en su entorno y que desean
contribuir a la sustentabilidad de los sistemas físicos y sociales que las
rodean. Pero hemos de reconocer que la dimensión de esas organizaciones no
viene definida siempre por una opción clara y explícita a favor de “lo
pequeño”, sino más bien porque las condiciones sociológicas imponen que el
grupo comience teniendo ese tamaño y no otro.
Aquí conviene recordar, sin
embargo, que uno de los principios básicos del desarrollo sostenible, tal y
como nosotros lo entendemos, es el de “revitalizar
lo pequeño y lo descentralizado” como formas de vida y organización
mucho más difíciles de manipular, que permiten la orientación de los sistemas
hacia cotas de estabilidad y autosuficiencia difícilmente alcanzables por otras
vías. En teoría sistémica, por otro lado, existe un principio básico que
explica que un sistema puede funcionar coherentemente en el marco de unas
dimensiones óptimas (los llamados “números mágicos”) que vienen definidas,
entre otros patrones, por la posibilidad de que los distintos elementos del
sistema puedan comunicarse entre sí sin necesidad de alargar en demasía los
cauces o agentes intermedios de esa comunicación.
Traduciendo este principio al
“óptimo de las organizaciones”, de nuevo nos encontramos con que aquello que
generalmente entendemos como “pequeño” (el sistema en que todos conocen a
todos, por ejemplo) se nos aparece como dotado de controles propios,
intrínsecos al propio sistema, para el mantenimiento de los principios y
objetivos por los que nació. Del mismo modo, en la historia evolutiva del mundo
vivo podemos observar, como un principio básico de complejidad, la
supervivencia de lo pequeño frente a lo grande, y cómo los organismos vivos
decrecen en posibilidades de resistencia en la medida en que aumentar su
tamaño.
Sólo tenemos que pensar en la extinción de los grandes saurios y la
ocupación de su nicho ecológico por parte de los pequeños vertebrados que
vivían en “las rendijas” del sistema. Todo ello nos conduce a pensar que los
grupos de E.A. no formal deberían mantener viva la tensión ante el dilema
que constantemente se les plantea después de algunos años de exitosa
existencia: crecer o no crecer.
En efecto, cuando el paso de los años supone la
consolidación de una trayectoria rigurosa y oportuna, generalmente desde fuera
(a veces también desde dentro), el grupo educativo se ve impelido a crecer,
ampliar su organización, dotarse de nuevos miembros, nuevos locales, nuevas
actividades... Sin duda hay que saludar esos impulsos con alegría, pero
conviene no olvidar que las organizaciones sólo pueden crecer hasta unos
determinados umbrales, pasados los cuales, si continúan aumentando, se opera un
“efecto umbral” similar al que sucede en los sistemas físicos, es decir,
experimentan cambios cualitativos.
Muchas instituciones, por no haber tenido en
cuenta este principio, han visto cómo se trastocaban sus elementos
constitutivos esenciales y su coherencia interna. Precisamente por eso, creemos
que resulta pertinente mantener la tensión: no se trata de negarse a crecer,
sino de crecer sólo hasta el punto en que resulte posible hacerlo sin cambiar la
esencia que da sentido al propio grupo, a sus objetivos y posibilidades reales
de actuación.
De otro modo, el peligro de comenzar a operar
agrandando excesivamente la organización se relaciona no sólo con la posible
pérdida de coherencia interna y de comunicación fluida entre sus miembros sino,
lo que es muy importante, puede suceder que se establezca una organización que
requiera de tal cantidad de recursos para mantenerse que llegue a perder la
libertad de elegir o no determinados proyectos simplemente por haber caído en
la “trampa” de su supervivencia como institución. Ello ha llevado y lleva a
muchos movimientos sociales que inicialmente parten de posiciones muy
renovadoras, a institucionalizarse y anquilosarse, justificando el acceso a
recursos y programas en los que de otro modo no estarían, simplemente por la
necesidad de sobrevivir como colectivos.
No hemos querido hurtar este problema a nuestra
reflexión, que desciende ahora a terrenos muy prácticos y cotidianos, porque
entendemos que éste es uno de los grandes peligros que acecha constantemente a
los colectivos y organizaciones no gubernamentales que, en el campo
educativo-ambiental y en otras áreas, nacen con la finalidad de favorecer
planteamientos alternativos.
Problema especialmente grave cuando desde el
principio se apuesta por el desarrollo sostenible, porque el primer compromiso
es desarrollarse de forma sustentable como grupo y no romper los
criterios de sustentabilidad en aras de cualquier otro objetivo. Digamos para
concluir que, en palabras de un pensador latinoamericano, “la superación de una
utopía sólo se justifica si da lugar al nacimiento de otra aún más intrépida”
(Benedetti).
Entendamos, pues, la utopía de una humanidad en armonía con la
naturaleza y entre sí no como un sueño imposible, sino como el sueño posible,
necesario y desafiante ante el cual el planeta, la sociedad y la vida son
espacios de posibilidades, de modo que nuestro compromiso como educadores no
sea una conquista de un día, una estación a la que llegar, sino una forma
cotidiana de viajar.
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