El Desarrollo Sostenible, fue definido por la
Comisión Brundtland (1987) como el desarrollo que satisface las necesidades actuales de las personas sin
comprometer la capacidad de las futuras generaciones para satisfacer las suyas. Por lo tanto, la
sostenibilidad implica un repensar de la forma como se interrelación los
grupos humanos en su entorno natural, teniendo en cuenta que ningún sistema de
recursos está ajeno a los cambios que de manera natural se van sucediendo en su
evolución.
La existencia de cambios es inevitable. Esta nueva cosmovisión sería, a nuestro modo de ver,
la oportunidad posible para una transformación progresiva pero profunda de las
pautas de utilización de los recursos desde criterios de sustentabilidad
ecológica y equidad social.
A la vista de lo expuesto, creemos que la E.A. que
procede plantearse en este cambio de milenio marcado por la crisis social y el
deterioro ecológico es aquella capaz de reorientar nuestros modelos
interpretativos y nuestras pautas de acción hacia un nuevo paradigma.
1. Enfoques de la EA para un
desarrollo sostenible
Los enfoques que guían el desarrollo sostenible, esta
E.A. debería basarse, a nuestro juicio, en los siguientes principios básicos:
a. Naturaleza sistémica del
medio ambiente (y de la crisis
ambiental), El enfoque sistémico se impone así como un modelo
interpretativo que permite comprender las interdependencias que se dan en el
mundo de lo vivo, y actuar en consecuencia.
b. El valor de la diversidad
biológica y cultural, como dos caras de la
misma moneda que se realimentan. No se trata tan sólo de lamentar la
destrucción de especies animales o vegetales (que, al ritmo y en la forma en
que se está produciendo es una verdadera catástrofe para el planeta), sino de
defender con igual énfasis el legítimo derecho a la presencia de formas
culturales, como las de las comunidades rurales, por ejemplo, que se están
perdiendo arrasadas por el modelo de vida urbano. Los Científicos afirman que
hoy en día se extinguen dos de cada tres especies y esos sí que es muy
alarmante.
c. Un nuevo concepto de
necesidades, regido no por los deseos
de unos pocos, sino por las necesidades básicas “de todos”, esencialmente de
los más pobres. Llegar a esta nueva comprensión de lo necesario plantea un
esfuerzo de enorme magnitud para las personas y grupos sociales que vivimos en
los sectores privilegiados del planeta (los 1.200 millones de personas que
tenemos acceso al 80% de los recursos).
No es tarea fácil para quienes hemos
aprendido a vivir de una determinada manera comenzar ahora a comprender la
necesidad de “vivir más simplemente, simplemente para que otros puedan vivir”.
Nuestras experiencias educativas deben ayudarnos a ello, pero los propios
educadores estamos marcados por esas formas de vida, y nos resulta muy difícil
ir abandonando las pautas consumistas.
Esta es una realidad en la que avanzamos
más lento de lo que sería necesario, y en la que los mejores logros se
consiguen casi siempre cuando, además de la comprensión teórica del problema,
se implican en el cambio nuestros afectos y valores.
Desde la perspectiva de los países del Sur (no ajenos
a la contradicción entre unas elites consumistas y depredadoras y una
ciudadanía con muchas carencias) los planteamientos educativos en esta línea
siguen siendo absolutamente necesarios, en la medida en que es preciso
contribuir a romper el mimetismo con que muchos grupos sociales están
dispuestos a reproducir, en cuanto les sea posible, formas de consumo y
utilización de recursos tan depredadoras e insolidarias como las que critican.
d. Equidad y sustentabilidad. Se trata de una E.A. comprometida con la realidad,
local y planetaria. Una educación que, más que “contemplar” los problemas,
ayude a las personas a “sumergirse” en ellos, vivenciando desde dentro las
grandes contradicciones que se están dando en la gestión de nuestros espacios
naturales y urbanos, en el modo en que administramos nuestra biodiversidad, en la
realidad de sociedades marcadas en unos casos por el despilfarro y en otros por
la miseria.
e.
Desarrollo de la conciencia
local y planetaria. Como consecuencia de los
planteamientos anteriores, una E.A. comprometida debe orientar a las personas
hacia un pensamiento global y una acción local, sabiendo que es en el entorno
propio donde cada persona o cada grupo social puede poner a prueba las nuevas
posibilidades de cambio, pero que todo ello ha de hacerse desde la conciencia
planetaria, en el reconocimiento de que los problemas ambientales son
cuestiones que afectan al conjunto de la humanidad y de la biosfera.
f. La solidaridad, las
estrategias democráticas y la interacción entre las culturas. Frente a los modelos educativos de corte
etnocéntrico, tan imperantes si no de forma explícita sí de forma implícita en
el Occidente industrializado del planeta, la E.A. que propugnamos se basa en la
solidaridad inter e intraespecífica, entendiendo que las relaciones entre los
distintos grupos humanos han de regirse por criterios de democracia profunda y
de respeto cultural.
Desde esta posición, los modos, las estrategias que
utilizamos al educar, se convierten en parte importantísima del mensaje que
pretendemos incorporar en el acto educativo. En efecto, sólo cuando nuestras
formas de acción se mantengan dentro del respeto a las personas que aprenden, a
su diversidad, sus modelos de pensamiento y sus patrones culturales, sólo
entonces podremos pensar que estamos contribuyendo a la orientación de una E.A.
que pueda reforzar las corrientes democráticas de pensamiento y revalorizar los
contextos culturales amenazados.
g. El valor de los contextos. Los problemas ambientales no pueden ser abordados
jamás desde un punto de vista simplemente teórico, despegado de la realidad.
Cada problema lo es en la medida en que se da en un contexto concreto, y es
ahí, en ese ámbito, donde adquiere sentido el análisis y la propuesta de
alternativas. De modo que nosotros, como educadores ambientales, estamos
comprometidos a trabajar contextualizando, ayudando a las personas a definir
problemas y soluciones dentro de parámetros espacio-temporales.
Entender que el presente de un sistema ambiental es
simplemente un “momento” en su proceso de fluctuaciones para el mantenimiento
de un equilibrio dinámico significa comprender que, para un correcto análisis
de ese presente, es indispensable conocer la “historia” del sistema, el modo en
que éste ha evolucionado, la forma en que ha llegado a ser lo que es. Y esto
sirve para los sistemas físicos y sociales, para las comunidades vivas que
comparten con nosotros el planeta y para nuestras propias comunidades.
Contexto
espacial, contexto histórico, visión sincrónica y diacrónica: he ahí referentes
que pueden ayudarnos a comprender determinados problemas y pautas culturales
para interpretar desde dentro de ellos, y no desde fuera, las cuestiones
ambientales que les son propias.
h. El protagonismo de las
comunidades en su propio desarrollo. Este principio, que está
en la raíz del desarrollo sostenible, parece comúnmente aceptado y diariamente
conculcado. En efecto, desde los foros públicos siempre se admite el derecho de
cada grupo humano a definir qué entienden ellos por “calidad de vida” y hacia
qué metas desean orientar su economía, su ocio, etc. Pero, en la práctica, las
instituciones de Occidente, a través de los ya conocidos “planes de ajuste
estructural”, están desarrollando una constante labor de definición del
desarrollo de muchos pueblos desde fuera, planteando prioridades y orientando
el gasto hacia fines militares, por ejemplo.
Este no es un problema que deba quedar ajeno a la
E.A., como tampoco se trata solamente de una cuestión “externa” sobre la que
debamos teorizar o debatir. El problema del protagonismo de quienes con
nosotros aprenden nos trae a las manos la posibilidad de caer en la aplicación,
también, de “planes de ajuste estructural” desde fuera en vez de intentar
educar considerando las estructuras mentales, afectivas, culturales, de las
personas y los grupos que en ese momento son sujetos del aprendizaje.
El reto
existente en la sociedad se convierte así en nuestro propio reto: o
incorporamos formas de educar respetuosas con lo que las personas ya saben, con
sus esquemas y formas de vida (aunque sea dentro de planteamientos críticos e
innovadores que los pongan en cuestión), o estaremos reproduciendo el viejo
esquema social de que es posible “desarrollar” a otros desde fuera sin
necesidad de tomarlos en cuenta (algo que en Educación se hace, con muy buenas
intenciones, demasiado frecuentemente).
La sustentabilidad de nuestros procesos educativos
vendrá así marcada por el grado de autosuficiencia que vayan logrando las
personas que con nosotros aprenden. Si alguien, después de vivir un programa de
E.A. crece en autosuficiencia, podremos decir que ese programa ha cumplido al
menos en parte sus objetivos. Pero si prolongamos la dependencia, si ofertamos
soluciones acabadas en vez de ayudar a buscar soluciones inéditas, entonces tal
vez estaremos, con la mejor de las voluntades, metiendo vino nuevo en odres
viejos.
i. El valor educativo del
conflicto. En unas sociedades marcadas por el conflicto,
la Educación que se imparte en los centros escolares generalmente tiende a huir
de él, refugiándose en las paredes del aula como ámbitos controlados en los
que, aparentemente, nada grave sucede.
Una E.A. que quiera estar inmersa en el
“corazón” de los problemas de su tiempo ha de plantearse de forma distinta,
tanto si es la escuela la que la realiza como si se lleva a cabo en
organizaciones no gubernamentales, grupos ecologistas, etc. Se trata de
reconocer el valor del conflicto como fuente de aprendizaje, como parte
esencial de la vida misma en la que ponemos a prueba nuestras capacidades para
discriminar, evaluar, aplicar criterios y valores, elaborar alternativas y
tomar decisiones.
Así entendidos, los conflictos son “ocasiones para
crecer”, en el sentido de que ofrecen a los sistemas físicos y sociales
posibilidades de reorganización en situaciones alejadas del equilibrio. Y ya
sabemos que, en esas situaciones, reorganizarse significa innovar, elegir
caminos en los que hay que pactar con el azar y la incertidumbre, aventurarse
con el riesgo pero saber medir hasta dónde el sistema puede cambiar sin
sucumbir...
En definitiva: en los conflictos se hace presente la vida en toda
su riqueza e intensidad, y es sumergiéndonos en ellos como descubriremos el
modo en que los sistemas pueden fluctuar, cambiar sin dejar de ser ellos mismos
(también nosotros y los que aprenden con nosotros).
j. Los valores como fundamento
de la acción. La E.A. no puede ser
neutra, ni sustentarse en el vacío. Ella se asienta sobre una ética profunda,
que compromete seriamente a cuantos participan en sus programas. Se trata de
que cada grupo que enseña y cada grupo que aprende tengan la oportunidad de
revisar sus valores, someterlos a crítica, y elucidar valores nuevos que
permitan avanzar en la dirección de la equidad social y el equilibrio
ecológico.
Sabiendo, además, que tales valores no pueden “enseñarse” ni
“imponerse”, sino que han de ser descubiertos y apropiados por las personas que
aprenden, a veces para reforzar o reafirmarse en aquello que sustenta sus
modelos éticos y culturales, a veces para iniciar el viraje hacia posiciones
que se adecúan mejor al nuevo modelo de sociedad (y de relaciones
naturaleza-sociedad) que se pretende construir.
k.
Pensamiento crítico e
innovador, frente al pensamiento “reproductivo” que
tantas veces impera en los modelos y acciones educativos. La sociedad de
finales de siglo necesita que formemos personas capaces de ver con ojos nuevos
la realidad, de criticar constructivamente las disfunciones de nuestros
sistemas y, sobre todo, de elaborar alternativas, modelos de pensamiento y
acción distintos pero posibles. Y ello sólo será posible cuando nuestras
experiencias educativas se sustenten sobre el desarrollo de la creatividad y la
participación.
l. Integración de conceptos,
actitudes y valores desde el convencimiento de
que no es posible modificar las pautas de conducta en relación con el medio
ambiente movilizando tan sólo el campo cognitivo de quienes aprenden. Es
preciso que, junto con la clarificación conceptual, nuestros programas
contemplen los aspectos éticos, las formas de comunicación, las aptitudes y
actitudes vinculadas a los afectos, los sentimientos, que dan sentido a las
conductas individuales y colectivas.
Una E.A. atenta a esta multiplicidad de registros será
realmente movilizadora, huyendo de esa vieja falacia de que “se ama algo o
alguien cuando se lo conoce mejor” (que sólo es verdad en parte) para aceptar
que se conoce mejor cuanto nos rodea (personas, entorno, etc.) cuando se le
ama. En todo caso, seguramente el equilibrio al incorporar ambas posibilidades,
conocimiento y afectos, sea la mejor manera de garantizar que nuestros
programas educativo-ambientales no caigan en el vacío.
m. La toma de decisiones como
ejercicio básico. Si estamos convencidos de
que la E.A. es un movimiento orientado al cambio, hemos de tener presente que
el cambio requiere no sólo nuevos modelos de interpretación de la realidad (un
cambio de paradigma) sino también, y consecuentemente, nuevas formas de acción
que se manifiesten en forma de decisiones para el uso y gestión de los
recursos.
n. Desde esta perspectiva, nos
atrevemos a afirmar que ningún proceso educativo-ambiental debería concluir sin
un ejercicio, aunque fuese mínimo, de toma de decisiones por los participantes.
Por supuesto, estamos hablando de decisiones libremente asumidas, no
necesariamente homogéneas, cada una de ellas acorde con el “momento” y la
trayectoria de cada persona o grupo. Pero lo que defendemos es que se requiere
“ir más allá” del pensamiento, comprometerlo y comprometerse en acciones
concretas, porque es en ellas donde verdaderamente podremos poner a prueba
nuestros modelos teóricos, para confirmarlos o refutarlos.
o. La interdisciplinariedad
como principio metodológico. A un enfoque sistémico,
que debe proporcionarnos una visión relacional y compleja de la realidad,
corresponde coherentemente una aproximación interdisciplinaria en el campo de
la metodología. Es decir, que tendremos que acostumbrarnos a analizar los
problemas ambientales con quienes aprenden no sólo como cuestiones ecológicas o
como conflictos económicos, sino incorporando diferentes enfoques
complementarios (ético, económico, político, ecológico, histórico, etc.) que,
de forma complementaria, permitan dar cuenta de la complejidad de tales temas.
La interdisciplinariedad se impone así como una exigencia que parte de la propia naturaleza compleja del medio ambiente, de modo que nuestro trabajo tendrá mayor sentido y resultará más rico en matices en la medida en que podamos realizarlo en el ámbito de equipos interdisciplinarios.
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