lunes, 13 de junio de 2016

PERIODISMO Y LA EDUCACIÓN AMBIENTAL


 No es suficiente que, el periodismo en el terreno del medio ambiente, simplemente sólo deba denunciar. Es preciso hacer un periodismo formativo e informativo, ofrecer al ciudadano material para su conciencia, pero sobre todo para sus acciones cotidianas. Quizás lo más preocupante en el tratamiento de la información ambiental sea la atención desmesurada a los sucesos y el olvido sistemático de los procesos, y esto es algo común a prensa, radio y televisión. 

Dicho de otra manera, ha sido frecuente, y todavía lo es, una clara tendencia a la superficialidad a la hora de tratar informaciones de tipo ambiental. Es habitual que en estos casos se ponga el acento en cuestiones subalternas de la información, con descuido de los elementos principales. 

Básicamente, esta intrascendencia se manifiesta en ignorar las conexiones y efectos que determinados problemas ambientales tienen sobre el medio humano, quedando reducidos a conflictos más o menos coyunturales y, a veces, hasta anecdóticos. Este tipo de información superficial, si bien puede impactar en el receptor, no favorece en él la formación de actitudes positivas hacia el medio ambiente, no lo implica en los problemas ambientales y, por consiguiente, no lo motiva para que participe activamente en su resolución.
El catastrofismo o el sensacionalismo es otra de las fórmulas con las que el tratamiento de las noticias ambientales suele adornarse. En algunas ocasiones, cuando desde un medio de comunicación se nos habla del problema de la disminución de la capa de ozono, se nos ofrecen las últimas y alarmantes mediciones sobre el cielo antártico, y a continuación se detallan los catastróficos efectos que sobre la vida en la Tierra tiene el fenómeno.
Estoy seguro que la lectura que este tipo de información tiene en muchos receptores es la siguiente: estamos sometidos a un poder exterior a nosotros mismos, casi sobrenatural, sobre el cual no podemos ejercer ningún control, por lo tanto solo cabe asombrarnos o angustiarnos pero en ningún caso actuar, porque ¿qué podemos hacer nosotros?
Igualmente, los medios informativos tienden a tratar aspectos muy generales de los problemas ambientales, o cuestiones que se desarrollan lejos del entorno próximo del receptor, con lo que es difícil que este identifique como "medio ambiente" todo aquello que le rodea de forma cotidiana. Estoy seguro que, de llevarse a cabo una encuesta, la mayor parte de los ciudadanos estarían familiarizados con el problema del agujero de ozono o la deforestación del Amazonas, pero pocos sabrían precisar de qué forma se gestionan las basuras en su ciudad y que problemas están generando estos residuos urbanos.

Afortunada, o desgraciadamente, la mayor parte de los problemas ambientales se manifiestan de forma universal, bien por estar presentes en numerosos territorios (desertización, contaminación), bien por sus repercusiones a escala planetaria (deforestación amazónica, efecto invernadero) o porque en su solución cabe la participación de todos (agujero de ozono). Es decir, la naturaleza no está en peligro a miles de kilómetros de nuestro hogar, y si geográficamente se nos presenta a veces así, en su solución no caben fronteras ni distancia: todos, de una u otra manera, estamos implicados.
Siguiendo con el tratamiento que recibe la información ambiental en los medios, sorprende encontrar todavía a quienes consideran las cuestiones ambientales como acient¡ficas (lo que algunos autores han denominado "tendencia al almanaquismo"). De esta manera, la información ambiental se presenta a veces como una relación de curiosidades, récords, anécdotas, etc. Recursos que quizás fueran de utilidad insertados dentro de un modelo informativo más complejo y rico, para humanizarlo, pero que en sí mismos solo son capaces de ofrecer una visión reduccionista de estas cuestiones.
Particularmente en el caso de la TV, y en el de algunas revistas, se tiende a presentar la naturaleza como un desfile de animales (principalmente aves y mamíferos) y paisajes, la mayor parte de los cuales reúnen ciertas características de espectacularidad y escasez. Estos espacios y especies, según el discurso que nos proponen estos medios, deben ser protegidos por que son bellos y merecen seguir en la naturaleza para que el hombre pueda gozar de su contemplación. Un discurso puramente estético y descaradamente antropocéntrico, de fácil digestión para la audiencia.
En otras ocasiones, los problemas se tiñen de un sospechoso maniqueísmo, donde hay defensores de la naturaleza y destructores de la misma, perfectamente identificados y habitualmente ajenos a nuestro entorno inmediato (cazadores furtivos en zonas de reservas). Así el receptor puede colocarse, cómodamente, sin ningún coste, en el bando correcto.
Incluso cuando la información ambiental incorpora y respeta un cierto rigor científico (no reñido con su accesibilidad por parte de la mayoría de los receptores) se suele despreciar la exactitud en cifras, medidas, denominaciones científicas, y otros datos potencialmente interesantes. 
¿Cuántas veces se confunden en los medios de comunicación Parques Nacionales con Parques Naturales? ¿Cuántos periodistas consideran que el agujero de ozono y el efecto invernadero son la misma cosa? Por leer hemos leído que la malvasía es un árbol en peligro de extinción, que la energía eólica produce vertidos tóxicos o que los pararrayos radiactivos causan –sin duda-- leucemia infantil. Errores similares son inconcebibles en unas páginas de economía (¿se confunde PIB con renta per cápita?), deportes (¿es lo mismo un penalti que un fuera de juego?) o política (¿el Senado y el Congreso son la misma cosa?).
Los problemas ambientales (que cada vez preocupan a más amplios sectores de población por sus repercusiones en todos, o en casi todos, los órdenes de la vida, y en particular por su incidencia en el propio modelo de desarrollo, que es como decir en el propio corazón del sistema) requieren de un análisis en el que, necesariamente, debe incorporarse la perspectiva científica, por más que esta pueda, y deba, enriquecerse con otras miradas, como las de las ONGs que, entre otras cosas, aportan la necesaria pasión, el sentimiento, a cuestiones que en manos exclusivamente de la ciencia aparecerían frías y hasta deshumanizadas.
Y si su análisis requiere de la perspectiva científica, su solución pasa, obligatoriamente, por las diferentes instancias administrativas que son, en definitiva, las que ejecutan las políticas ambientales, y en el diseño de las mismas participan, asimismo, una notable nómina de técnicos y especialistas en múltiples disciplinas. Sin embargo, y aquí está la paradoja, con demasiada frecuencia, insisto, el medio ambiente, los problemas ambientales, suelen presentarse en algunos medios informativos como una cuestión “acientífica”. Esto ocurre sobre todo en los medios generalistas, los que van dirigidos a un público variopinto, no iniciado, interesado en todo y en nada.
En un erróneo intento de simplificación se evitan aquellos aspectos que, aunque relevantes, el periodista interpreta que no pueden ser entendidos por los receptores. En realidad, lo que se oculta detrás de esta estrategia, por la que algunos problemas ambientales se convierten en asuntos casi “mágicos” (se ignoran causas y consecuencias), lo que se oculta es nuestra propia incapacidad para interpretar la información que recibimos de las fuentes y trasladarla, en un lenguaje riguroso pero asequible, a los receptores. Y la magia, y los sucesos inexplicables, los misterios que aparentemente no puede descifrar la ciencia, solo provocan asombro o angustia, dos actitudes paralizantes que no invitan a elaborar una imagen crítica, y comprometida, de lo que ocurre a nuestro alrededor.
A veces, cuando nos quejamos del deficiente tratamiento que ha recibido un tema ambiental en un determinado medio de comunicación, ignoramos que, quizá, el periodista no haya podido acudir a las fuentes más cualificadas o que éstas no le han facilitado el trabajo. Con demasiada frecuencia, y por distintos motivos, esas fuentes, imprescindibles, no están a disposición de los comunicadores, y, así, encontramos:
§  Especialistas poco acostumbrados a trasladar sus conocimientos al gran público no especializado - Especialistas que viven al margen de las repercusiones sociales de su trabajo.
§  Especialistas temerosos de entrar en polémicas que invaden el pantanoso terreno de la política.
§  Especialistas que concentran sus esfuerzos en aquellos canales de divulgación rentables para su propio curriculum, canales restringidos únicamente a la comunidad científica.
§  O, sencillamente, especialistas que desconfían de los periodistas, seguramente escarmentados por alguna experiencia traumática vivida en el pasado Pero el problema no siempre está en las fuentes, en los científicos o los técnicos. 

En otras ocasiones es el periodista el que carece de los instrumentos adecuados para enfrentarse a este tipo de información, empezando por las dificultades que se le plantean a la hora de identificar fuentes realmente cualificadas, productivas y fiables, cayendo en la trampa de los muchos “agoreros” que han surgido en torno al llamativo mercado de lo ecológico. A lo que no tiene rigor científico se le otorga tal condición con suma facilidad.

En otras ocasiones, los periodistas no saben traducir la jerga científica a un lenguaje apto para todos los públicos, y caen en la trampa de reproducirlo tal cual, haciendo lógicamente feliz al informante (que no podrá quejarse de que sus palabras han sido tergiversadas), pero dejando “patidifusos” a los receptores.

Nada habría que objetar si el texto hubiera aparecido en una revista especializada o formara parte de un manual para hidrogeólogos, pero un periodista difícilmente puede defender este tipo de redacción como asequible y comprensible para la mayoría de los receptores. Y, para colmo, en numerosas ocasiones pasan como ciertos contenidos absolutamente falsos, o cuando menos parciales, por la expresión, el tono, la convicción, el lenguaje, los gestos... de quien nos hace llegar el mensaje. Es decir, los sentimientos, las “tripas”, por encima de la razón. 

Es como el médico que fundamenta su autoridad, y el respeto que le debe el paciente, en el uso de un lenguaje absolutamente indescifrable. Volvemos, así, a los sucesos mágicos a los que me refería antes, los sucesos que provocan asombro o angustia.
La información ambiental es, debería ser, una información de “procesos”, aunque la chispa que encienda la noticia sea un suceso, y, por tanto, exige cualificación en los profesionales que la abordan y también seguimiento, un lujo solo al alcance de los grandes medios de comunicación o de que aquellos que, sin ser muy grandes, han terminado por convencerse de la rentabilidad informativa y, por tanto, social, de una información científica, de una información ambiental, de calidad. 
Pero aun suponiendo que todo el proceso se haya cumplido de una forma razonable, es decir, que hayamos podido identificar una noticia ambiental relevante; que hayamos convencido al redactor jefe para que compita con el resto de la oferta informativa en unas condiciones de igualdad; que hayamos sido capaces de acudir a las fuentes más fiables, interpretar su información y trasladarla a un lenguaje asequible... aún así, todavía habría que sortear unos cuantos obstáculos.
El primero es el que impone la propia naturaleza y estructura del medio en cuestión (algo que ignoran, lógicamente, la mayoría de los receptores). Y les pongo el ejemplo de un informativo de TV, en los que vengo trabajando desde hace algunos años. Siendo su audiencia tan amplia y heterogénea, y debiéndose la TV a la tiranía del tiempo como ningún otro medio (la noticia-tipo raramente rebasa los 45 segundos de duración), aparecen algunas reglas de uso peculiares. Por ejemplo, solo hechos relevantes pueden tener difusión, lo que con lleva el riesgo de caer en el catastrofismo, y, además, debe hacerse un esfuerzo de síntesis ideográfica y de lenguaje, lo que obliga, en cuestiones tan complejas como las ambientales, a una simplificación, con frecuencia, “peligrosa”.

Por último, también abundan los casos en los que la información ambiental está consagrada a objetivos de tipo persuasivo (publicidad). Tras una falsa divulgación se enmascaran las intenciones inmovilistas de aquellos sectores que, precisamente, se dedican a la explotación irracional del medio natural. Cada vez son más frecuentes las empresas que manifiestan unos dudosos compromisos medioambientales o que rotulan sus productos con la tranquilizadora, y poco fiable, etiqueta ecológica. 

En algunos medios podemos encontrar, incluso, una visión parcial y mediatizada por los servilismos políticos y económicos a los que están sujetos tanto las empresas informativas como los propios profesionales de la información. Hay que tener en cuenta que los problemas ambientales son deudores, en su práctica totalidad, de unos modelos de desarrollo económico poco respetuosos con la conservación de los recursos naturales y, lógicamente, de las corrientes políticas y económicas que los propician. Por tanto, estos poderes fácticos de la degradación ambiental (que también lo son, en algunos casos, de los medios de informativos) pueden enturbiarnos la visión de la realidad.
Por todo ello, es particularmente interesante crear los canales adecuados para posibilitar la intervención directa del receptor en el proceso comunicativo, desplazándolo así de un esquema que lo relega frecuentemente a ser un mero sujeto pasivo que recibe el bombardeo de una sobrecarga informativa.
Como conclusión a esta serie de apuntes sobre lo que no debe ser el tratamiento de la información ambiental, podemos afirmar que la complejidad de los problemas ambientales, tanto en la clarificación de sus causas como en la explicación de sus consecuencias, exigen de todo informador una actitud responsable. 

Es lo que algunos han dado en llamar periodismo en profundidad, aplicable a cualquier tipo de información, no solo ambiental. Entendida de esta manera, la labor del periodista debería comenzar por la documentación exhaustiva sobre el hecho en cuestión (noticia), con intervención en todas las fuentes útiles (y no solo acudiendo a la información convocada o a las cómodas referencias institucionales), y seguir con una narración en la que no falten los antecedentes y las consecuencias, así como los actores implicados.  

De esta manera es casi inevitable terminar haciendo una valoración crítica del hecho, después de haberlo insertado en su contexto adecuado, de forma que vaya de lo global a lo particular y viceversa o, si se prefiere, de lo universal a lo local y viceversa.

En definitiva, y este es el gran reto al que nos enfrentamos todos los días los que hemos elegido este oficio, humanizar la información, escribir de tal modo que la noticia tenga sentido para el receptor. Es decir, implicar al receptor y hacerlo partícipe de aquella realidad de la que somos simples intermediarios.

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