martes, 7 de junio de 2016

Características de una educación ambiental no formal


A lo largo de estas décadas, no son pocas las posibilidades potenciales de la educa­ción ambiental no formal que se han ido materializando, lo que ha convertido a este movimiento en uno de los ejes de cambio y transformación social más importantes del momento actual. Entre ellas, destacaré las siguientes:


  1. Está contextualizada
  1. Favorece los procesos interdisciplinares
  1. Permite que aflore la conciencia participativa
  1. Flexibiliza el papel que desempeñan el profesor y el alumno
  1. Usa múltiples recursos y vías para el aprendizaje
  1. Estimula la creación de redes
  1. Principios y valores de la educación ambiental no formal
  1. Explicitación de las interdependencias (ecológicas, económicas, educativas...)
  1. Relaciones entre lo global y lo local
  1. La ética como referente educativo
  1. Integración entre conceptos, actitudes y valores
  1. El enfoque constructivista
  1. La interdisciplinariedad
  1. La educación en la acción
  1. Mayor coordinación entre la educación ambiental formal y la no formal
  1. Mejoras en la estructura organizativa de los centros
  1. Finalmente, un dilema: crecer o no crecer


Las tareas realizadas por los centros de educación ambiental, las aulas de natura­leza, las granjas-escuela... así como el tra­bajo de las organizaciones no guberna­mentales se han llevado a cabo, en general, como un “diálogo” con el entor­no próximo, con la realidad local, tanto natural, como social. Este diálogo es especialmente impor­tante porque permite no sólo ayudar a conocer de un modo abstracto (informa­ción, datos, valores...), sino también interpretar en el terreno toda esa in­formación y aplicar los conocimientos adquiridos a la resolución efectiva de pro­blemas.

Los propios contextos se constituyen así en ámbitos de aprendizaje en los que confluyen todos los aspectos del proceso educativo, desde su formulación (diag­nóstico de los problemas), hasta su fase final (propuestas de solución y toma de decisiones).


Generalmente, los centros de educación ambiental no formal y los procesos rela­cionados con este campo que han sido desarrollados por equipos interdisciplina­rios cuyos objetivos y métodos confluyen en paradigmas y valores compartidos con­ducen a la aparición de procesos verdade­ramente interdisciplinares. En efecto, la consideración, por lo que respecta a los aprendizajes, de los proble­mas y tópicos ambientales como centros de interés hace que, en este tipo de educa­ción, no haya asignaturas y desaparezcan las compartimentaciones disciplinarias propias de la educación formal. Esto favo­rece no poco un verdadero salto cualita­tivo en los aprendizajes, lo que permite abordar las cuestiones ambientales en toda su complejidad.

Es interesante destacar que algunas de las organizaciones que trabajan especí­ficamente en la educación ambiental no formal utilizan como profesores/as no sólo a cualificados profesionales de las ciencias naturales, sociales y humanas, sino también a expertos y a personas que acumulan saberes ancestrales (indígenas, campesinos...), y cuyo “conocimiento tácito” resulta muy valioso para la com­prensión de otros modelos de desarrollo posibles y la revalorización cultural de formas de gestión del medio que se ven ahogadas por el gran mercado global.


La experiencia de quienes aprenden en estos ámbitos formativos es, ya hablemos de niños o de adultos, la de ser parte de su entorno y partícipes activos del proceso que en ellos tiene lugar. El aprendizaje que de aquí se deriva implica, por tanto, la adquisición de mucho más que unos meros conocimientos sobre naturaleza o sociedad: se trata de una meta-aprendizaje acerca de las posibilidades de comprender el mundo y nuestro papel en él mediante la implicación, la práctica activa, la reso­lución de problemas y la toma de decisio­nes.

Ello permite a quienes participan no sólo aprender de forma teórica, sino expe­rimentar la estrecha relación existente entre el ser humano y la naturaleza, y los mecanismos de trabajo colectivo como parte esencial de proceso de descubri­miento y análisis del mundo vivo.

Se podría decir, en base a lo expuesto, que si la educación ambiental formal se ve limitada por las restricciones que impone la organización institucional y es, por tanto, esencialmente informativa y for­mativa, y se basa en la adquisición de conocimientos, la educación ambiental no formal resulta especialmente eficaz gracias al modo en que utiliza los mecanismos experienciales de aprendizaje y al énfasis.


Los sistemas de educación ambiental no formal generalmente rompen con los papeles tradicionalmente establecidos para plantear los procesos educativos en términos de mayor autonomía por parte de quienes aprenden y no en función de las directrices de los educadores. La propia concepción de las áreas de aprendiza­je como espacios de descubrimiento e interacción hace que el educador se limi­te, las más de las veces, a ser un mero orientador y a solventar problemas con­cretos.

Aquí encontramos, de nuevo, otra meta-aprendizaje esencial para nuestros niños y jóvenes: la asistencia a estos cen­tros les proporciona la ocasión de verifi­car su propia capacidad de realizar un aprendizaje autónomo. Al mismo tiem­po, el trabajo en pequeños grupos, que suele ser el habitual, les confirma que es posible trabajar en procesos que implican la construcción colectiva de conocimien­to, el debate conjunto de valores, la asunción grupal de responsabilidad... Esto constituye, a mi juicio, un aprendi­zaje democrático de primer orden y una incitación a la participación efectiva en los problemas del entorno que, aunque tam­bién se practica en algunos ámbitos de la enseñanza formal, lamentablemente, no se ha generalizado.

Por otra parte, no cabe duda de que la flexibilidad de este tipo de aprendizaje alcanza también a los espacios, a los tiempos de formación y a las propuestas didácticas (generalmente abiertas y opcionales), lo que contribuye no poco a ese aprendizaje autónomo al que me he referido anteriormente.

a. Estimula las relaciones entre educación y trabajo

Nuestros sistemas educativos están muy alejados de la deseable relación entre la actividad formativa y la incidencia en la sociedad a través de trabajos –remunera­dos o no (esto no es lo más importante) – que permitan a quienes aprenden verifi­car la pertinencia de sus conocimientos y habilidades en contextos reales y adhe­rirse a valores que se expresen mediante un compromiso efectivo con el entorno.

Los centros de educación ambiental, las granjas escuela, las aulas de naturaleza y tantos otros lugares dedicados a tareas educativas no formales ofrecen, general­mente, a los que allí se acercan, posibili­dades para aproximarse a contextos rea­les (zonas de flora y fauna de interés, cultivos, instalaciones de energías renova­bles...) y a actividades prácticas (cuidado de animales domésticos, participación en actividades productivas artesanales, traba­jo con máquinas...) que, en su conjunto, constituyen un estímulo para las perso­nas, favorecen que valoren positivamen­te el trabajo práctico y les permiten intuir de forma muy inmediata las dificultades, limitaciones y posibilidades de las pro­puestas que el centro aporta.


Podría decirse que la educación ambiental no formal está especialmente adaptada a los requerimientos de la sociedad del siglo XXI, no sólo por las consideraciones anteriores, sino también por su carácter multimedia y su enorme capacidad para utilizar instrumentos de muy diversa índole para la actividad educativa.

Cuanto mayor es la diversidad de ofertas de un centro, más crece su capacidad para integrar recursos y estrategias diferentes en el aprendizaje. Ello nos habla no sólo de una mayor complejidad en la oferta, sino también de una visión sistémica que concede más importancia a los distintos aportes que, al relacionarse unos con otros, ofrecen la posibilidad de entender el mundo en términos de rela­ciones y no de objetos o hechos aislados, para superar así, en muchos casos, las visiones que ofrece la enseñanza reglada convencional y que, con frecuencia, redu­cen la realidad.

Esta multiplicidad de vías, estímulos y recursos resulta especialmente significati­va en el caso de algunos museos y centros interactivos en los que las personas y los grupos pueden ver elementos y procesos que están internamente articulados y que, a su vez, explicitan sus relaciones con otros elementos o procesos. Esto ocurre, por ejemplo, cuando se puede entrar físicamente en el interior de un animal y conocer su estructura interna y su funcionamiento, pero también se puede salir y descubrir su posición en la cadena trófica y sus relaciones depreda­dor-presa.
La diversidad de recursos y vías devie­ne así una posibilidad para el conocimien­to integrado y se constituye en garantía, aunque parcial, de la comprensión sistémi­ca y compleja del mundo vivo.


La emergencia de las redes y el poder creciente de las mismas es, en las últimas décadas, una de las características de una sociedad global en la que los contactos horizontales entre personas y colectivos se ven favorecidos por el avance de las nuevas tecnologías. En el caso de la educación ambiental no formal, la gran variedad de ofertas y centros ha hecho necesarios los intercam­bios de conocimientos, programas... no sólo para que la experiencia de unos pueda iluminar la de otros, sino también para establecer criterios consensuados de evaluación que permitan optimizar el ren­dimiento del trabajo en ellos desarrollado. Estas redes han surgido, a veces, de modo espontáneo como consecuencia de contactos entre los centros o de los víncu­los entre las ONGs, pero también se han formado estimuladas por administracio­nes locales y regionales (ayuntamientos y comunidades autónomas), por institucio­nes que tienen diversos centros de educa­ción ambiental en un territorio o por establecimientos de edu­cación ambiental de ámbito nacional.

Lo importante, más allá de su adscrip­ción a un modelo u otro, es el papel efec­tivo que juegan a la hora de coordinarse para el lanzamiento de campañas, la divulgación de algunos contenidos y el establecimiento de mecanismos de valo­ración que ayuden a mantener los necesa­rios estándares de calidad. Por otra parte, el hecho de que, en un mismo período o estancia, coincidan en los centros de educación ambiental escuelas o colectivos de procedencia diversa ayuda también al establecimiento de redes informales entre el profesorado que acude para tutorizar a los grupos y entre los propios participantes, sean estos niños, jóvenes o adultos.


La puesta en práctica de las líneas de pen­samiento y acción descritas se verifica a través de la asunción de algunos princi­pios y valores de carácter educativo que presiden y orientan la actuación de los colectivos que intervienen en la educa­ción ambiental no formal. Entre ellos, parece posible destacar los que se expo­nen a continuación:


En el origen de muchos programas de educación ambiental no formal, encontra­mos esta idea: un planeta cerrado, finito, en el cual, lo que sucede en una parte repercute en todo el sistema y lo reorga­niza (los residuos que arrojamos, la ener­gía que consumimos, la contaminación transfronteriza...). Desde esta perspectiva, la comprensión de la biosfera como un todo y de cada ecosistema en particular –ya sea éste físico o social– lleva a los edu­cadores a enfatizar el hecho de que este concepto de interdependencia es clave para comprender tanto la dinámica de la vida, como nuestro papel en ella.

A veces, esta idea se expresa en campa­ñas o frases que resumen de manera esque­mática su filosofía –“todo va a parar a algu­na parte”, “consumir y destruir son la misma cosa”...– y que, a modo de flash, contribuyen a generar una conciencia colectiva de respeto y cuidado en el uso y consumo de los bienes naturales y nos hacen comprender nuestro impacto en los sumideros del planeta.

En la última década, se ha difundido mucho el concepto de Huella ecológica, que resalta el enorme impacto que las ciudades tienen en su entorno y que el norte produce en el sur. Ya existen y han sido divulgados baremos que permiten a una persona o a un colectivo estimar su propia huella ecológica sobre el planeta, lo cual contribuye, de manera notable, a hacer visibles los impactos y las interde­pendencias existentes.

En otro orden de cosas, y coherente­mente con la pretensión de lograr la ade­cuación entre el mensaje y los métodos, hay que destacar la preocupación que existe en algunos colectivos por hacer visibles las interdependencias entre las personas que aprenden y las que enseñanLa idea del grupo como unidad de formación alude, así, al hecho de que, aunque el aprendizaje sea un fenómeno individual, la situación metodológica que se plantea para conseguirlo es grupal y pretende desarrollar dinámicas de partici­pación que reviertan en la comunidad.


Si alguna filosofía preside los programas de los centros y procesos de educación ambiental no formal, es la de pensar glo­balmente, y actuar global y localmente. Precisamente, el trabajo en el ámbito local es, en la medida en que se incardina en redes más amplias, uno de los elemen­tos que pueden ayudar a que se produz­can cambios globales en cuestiones tan importantes como la erradicación de la pobreza, la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero, etc.

Un ejemplo de esta relación es el modo en que ha sido acogida por los colectivos edu­cadores la Declaración del Milenio, consi­derada como un elenco de referencias que, cada vez más, están siendo trabajadas en los programas de ámbito local, pero que muestra toda la crudeza de los problemas ambientales a escala planetaria.


Si algo está claro desde los cimientos de la educación ambiental, es que ésta es una educación en valores y que, por tanto, el sustrato ético de nuestros plan­teamientos es esencial para el desarrollo de una acción transformadora. Pero, desde siempre, esta convicción ha plan­teado un problema práctico: el dilema ideologización versus descubrimiento.

En un planeta en crisis, la tentación de limitarse a “transmitir” los valores ambientales, sin dar tiempo a que estos sean ratificados por los descubiertos cien­tíficos, es muy fuerte. Todos –los educa­dores también– tenemos prisa por cam­biar las pautas de consumo, uso de los recursos... así que, muchas veces, esa prisa no nos ha dejado ver que son los educandos los que tienen que construir su propio entramado valorativo, y han de hacerlo al hilo de nuestras explicacio­nes, desde luego, pero con autonomía y criterio propio.
No podemos decir que los programas de educación ambiental hayan acertado siempre en este aspecto. No sólo en la educación ambiental formal, sino tam­bién en la no formal, la importancia del tema de los valores ha sido evidente, pero no ha sido tan fácil determinar cuáles son los métodos adecuados para despertarlos.

El necesario viraje hacia modelos éticos basados en la fraternidad entre seres humanos y en la fraternidad con la naturaleza se ha resentido así de falta de profundidad en las convicciones, lo que ha impedido que se produjesen cambios de vida significativos, resistentes y resi­lientes capaces de modificar los modelos dominantes.

El reto sigue estando ahí. La educa­ción ambiental no formal puede, en la medida en que es menos académica y está más incardinada en su entorno, ser un vehículo apropiado –y, de hecho, lo está siendo en algunos casos– para mostrar lo consecuente de la actitud de algunos colectivos humanos que han decidido no sólo promover el aprendizaje de nuevos valores ambientales, sino vivir coheren­temente con ellos.


Mientras que, dada su necesidad cumplir con unos programas, la educación ambiental formal ha insistido más en los aspectos conceptuales, la educación ambiental no formal ha gozado de una mayor libertad que le ha permitido movi­lizar no sólo el campo cognitivo de quie­nes aprenden, sino también las aptitudes y actitudes, los afectos los sentimientos que dan sentido a las conductas indivi­duales y colectivas que se adoptan respec­to del entorno.

De ese modo, la existencia de una educación ambiental no formal dotada de una multiplicidad de registros ha hecho y hace posible una movilización real que permite escapar de la vieja falacia de que “sólo se ama a la naturaleza cuando se conoce su funcionamiento” y aceptar el reto de la afirmación inversa: “es posible conocer mejor algo cuando se le ama” –que también presenta la realidad de un modo incompleto, pero que incorpora una perspectiva nueva y necesaria. No es fácil encontrar un equilibrio educativo entre ambas posturas, pero, si algunos grupos lo consiguen mejor que otros, estos son, sin duda, los que trabajan den­tro de la educación ambiental no formal, ya que cuentan con una mayor libertad a la hora de planificar sus actuaciones.


Aunque no puede afirmarse que este enfoque esté presente en la totalidad de las experiencias de educación ambiental no formal que tienen lugar hoy día, sí que parece probado que, mayoritariamente, preside los procesos que se llevan a cabo en este ámbito, ya que, por lo general, se suele partir de los conocimientos que ya tienen las personas que se incorporan a dichos procesos. En efecto, en las actividades con niños y jóvenes que acuden a los centros para complementar su educación formal, lo más frecuente es que se den instruccio­nes para la realización de trabajos previos de aula que proporcionen unos conoci­mientos básicos que permitan referenciar lo que después se va a aprender fuera de la escuela. También se suelen dar pautas para una tarea posterior de aula. Pero, desde el punto de vista constructivista, lo esencial es que los aprendizajes que tie­nen lugar en las aulas de naturaleza, las granjas escuela... procuran tomar como punto de partida los conocimientos pre­vios de los participantes, explorados con­venientemente mediante métodos diver­sos (trabajos preparatorios, informes de los profesores, cuestionarios...).

La importancia de esta aproximación constructivista al aprendizaje es, a mi modo de ver, significativa, pues parece probado que el hecho de tener en cuenta los esquemas previsores o marcos de refe­rencia de los sujetos que aprenden14 con­tribuye notablemente no sólo a la adquisi­ción de nuevos conocimientos o habilidades, sino también, en muchos casos, a lograr una verdadera reorganiza­ción de su trama cognitiva y afectivo ­valorativa del entorno que les es propio y de su papel activo en el mismo.


La práctica interdisciplinar introduce un factor de cambio en la pedagogía cotidia­na, e incita a los enseñantes a reconside­rar su trabajo (generalmente disciplina­rio) y sus actitudes. Es un quehacer que exige tiempo, capacidad de innovación y un mínimo de medios, ya que cualquier educación resulta imposible sin ellos.

La práctica interdisciplinaria plantea un verdadero “salto cualitativo” en la enseñanza ambiental y requiere la coope­ración articulada de diferentes perspec­tivas para la interpretación y/o solución de problemas de orden intelectual o prác­tico. Esto supone cambiar no sólo las metodologías, sino también los modelos de pensamiento –que se hacen, necesaria­mente, sistémicos y complejos–, los len­guajes, las formas de asociar la informa­ción y las técnicas de trabajo con grupos cohesionados.

Aunque el principio de interdiscipli­nariedad se reconocía ya en todos los documentos fundacionales de la educa­ción ambiental, a medida que se avanza en el sistema educativo propio de la ense­ñanza reglada, resulta cada vez más difícil llevar a la práctica esta metodología, hasta que, en las enseñanzas universitarias, y debido a que la compartimentación disci­plinaria sigue dominando en estos con­textos, su aplicación deviene imposible, salvo en el caso de seminarios, cursos de postgrado...

Esta es una de las paradojas de la edu­cación ambiental universitaria: enseña­mos métodos interdisciplinarios a través de disciplinas, y propiciamos un enfoque sistémico de los aprendizajes, pero no tenemos la llave para proponer isomorfis­mos o principios organizadores que aglu­tinen todo el conocimiento académico en ejes compartidos. Es bien cierto que las experiencias de postgrado, menos rígidas, y los cursos y seminarios nos van permi­tiendo mostrar que la necesaria interdisci­plinariedad es, además, posible, pero estas experiencias no llegan a impulsar cambios significativos en la totalidad del currículum académico.

Aquí, la educación ambiental no for­mal juega de nuevo con ventaja. En sus programas, es posible tomar los proble­mas del ambiente como tópicos centrales y propiciar análisis concurrentes y com­plementarios desde la ecología, la econo­mía, la agronomía, la historia.... Algunos centros intentan avanzar en esta práctica y hay que decir que los que no lo hacen pierden una oportunidad magnífica para abordar la problemática ambiental en toda su complejidad. En todo caso, el amplio abanico de posibilidades abierto, hoy por hoy, para los educadores no formales constituye un reto y una posibili­dad.


El enorme esfuerzo que desarrollan los educadores de nuestras instituciones escolares para conciliar el trabajo en espa­cios limitados con la simulación de situa­ciones reales es digno de alabanza. Por mí de Profesor e investigador universitario y como conferencista en temas ambientales, he podido comprobar el entusiasmo que los profesores y las profe­soras de enseñanza reglada ponen en for­marse y las horas extra que dedican a ello, así como su interés en innovar para llevar a las aulas los temas ambientales con rigor y amenidad. Pero su situación es muy difícil: los recursos ambientales de los centros son limitados, los horarios están bien defini­dos, las clases compartimentadas y las posibilidades de salir para llevar a cabo trabajos de campo en la naturaleza o en la ciudad se cuentan con los dedos de las manos.

Entre tanto, aunque los efectos de la educación ambiental en el comporta­miento del futuro ciudadano deberán verse a largo plazo, la acuciante realidad de un planeta en crisis hace que resulte conveniente utilizar lo antes posible los conocimientos adquiridos por los alum- nos y alumnas, aplicarlos en situaciones reales y convertir en referentes los proble­mas de la propia comunidad.

La ayuda que los estudiantes reciben de los educadores no formales a la hora de aproximarse a la realidad es muy valiosa. Gracias a esos cortos pero inten­sos espacios formativos en los que los alumnos y las alumnas pueden establecer relaciones activas con elementos y proce­sos ambientales, los educadores pueden hacer realidad el necesario vínculo entre educación y acción. De ahí la importancia de los procesos no formales en este campo: representan la posibilidad de que este vínculo se forta­lezca, de que la comprensión de los pro­blemas se realice no sólo a partir del tra­bajo mental, sino también a partir de la experiencia, y de que las soluciones pue­dan aparecer como resultado de repeti­dos intentos, de ensayos acierto-error y de búsquedas en las que el tiempo no está limitado por un horario definido de antemano.

A mi juicio, nunca se insistirá lo sufi­ciente en la importancia de esta relación entre lo que se aprende mentalmente y lo que se ejecuta a través de las manos, el cuerpo, las decisiones conscientes y la participación. Si la educación ambiental no formal puede contribuir a ello, tendre­mos que pedir a nuestros educadores que incentiven las prácticas abiertas y partici­pativas, que llenen sus centros de espa­cios para la investigación y la búsqueda, que establezcan horarios flexibles... y que tengan presente que la forma más adecua­da de culminar cualquier proceso educa­tivo ambiental es llevar a cabo una acción responsable, una toma de decisiones vin­culada a una necesidad del contexto, sea ésta de la envergadura que sea.

Las palabras clave para entender el despliegue de procedimientos pedagógi­cos que aquí se dan son interpretación aprendizaje por auto-descubrimiento. Para interpretar, hemos de ser capaces de reconocer y comprender los componen­tes, los ciclos y los procesos de la natura­leza, y de percibir la intervención humana en el ecosistema. El aprendizaje por des­cubrimiento surge de la adecuada combi­nación de los conocimientos previos de los alumnos/as y los problemas o centros de interés prácticos que les plantea la experiencia18 llevada a cabo en el marco de una aproximación didáctica no directi­va, lúdica y participativa.

b.  La evaluación del recorrido: Déficits y mejoras posibles en la educación ambiental no formal

Es evidente que deberán superarse mu­chas dificultades para hacer frente a una realidad tan amplia y compleja como la descrita, y una de las más importantes es la diversidad de los objetivos perseguidos por esta educación y la multiplicidad de actuaciones que se consideran esenciales para alcanzarlos. Existen lagunas y défi­cits, y hay cuestiones que hacen necesaria la revisión de los modelos. Algunas están ligadas al reconocimiento y el apoyo que los centros de educación ambiental, en sus diversas modalidades, reciben de las administraciones; otras tienen que ver con la propia estructura organizativa de los centros (equipamientos, servicios que prestan...); y, finalmente, las más impor­tantes radican, a mi juicio, en la calidad de la oferta educativa. A continuación, las comentaré con más detenimiento.


El tema de la calidad remite de inmediato a la necesidad de una mayor coordinación entre los profesores de la enseñanza reglada, que acuden a los centros con sus alumnos, y los equipos docentes de éstos. En primer lugar, hay que ver qué entiende por calidad el colectivo docente de la escuela y si esa concepción está relacionada con la que tienen los gestores de los centros de educación ambiental extraescolar. Un tema este que, a mi juicio, debería trabajarse previamen­te a las visitas, desde el momento mismo en que una escuela o un instituto solicitan acudir con un grupo de estudiantes a un centro.

El segundo lugar, hemos de conside­rar la importancia de que exista una coor­dinación entre lo que se trabaja en la escuela y lo que se va a hacer durante la estancia en el centro. Me consta que algu­nas experiencias trabajan estos aspectos de forma sistemática y rigurosa, lo cual, sin duda, confiere calidad a todo el proce­so, pero muchas otras pasan por alto este trámite. Cuando ello es así, el alcance educativo de la estancia en los centros suele quedar circunscrito a la categoría de mera anécdota, y ésta se transforma en algo muy parecido a una excursión recre­ativa que no llega a incidir significativa­mente en el proceso de aprendizaje conti­nuo de los estudiantes.

Por todo lo expuesto, creo que sería muy útil que los centros que tienen expe­riencia sobre el modo en que hay que relacionarse –antes y después de las visi­tas– con las escuelas liderasen algunos proyectos que permitiesen a los demás centros hacer suyas las metodologías y estrategias que conducen a este fin. Con ello, mejoraría sin duda la calidad global de la oferta del sector. Cuando se ha podido consultar a algún responsable de centro sobre este punto, frecuentemente la respuesta alude a la falta de medios económicos y de per­sonal cualificado para el establecimiento de “puentes” efectivos entre ellos y las experiencias de educación reglada.


En la medida en que las ofertas de educa­ción ambiental no formal son tan diver­sas, no es posible hablar de unos niveles de organización que alcancen a todos ellas, sino que, bien al contrario, el abani­co de experiencias va desde aquellas cuya estructura está bien trazada a esas otras en las que lo educativo y lo meramente funcional están muy descompensados.

Lo que puede decirse al respecto es que la oferta de unos centros suele estar volcada en las preferencias de ocio recrea­tivo, que cuentan con una mayor deman­da, mientras que otros plantean como eje de su proyecto la educación ambiental. Las discrepancias entre uno y otro modelo son uno de los problemas que aconseja una evaluación externa de calidad, pero, mientras ésta no se realiza, es con­veniente insistir en que la condición de “centros educativos” debe pivotar sobre una estructura organizativa de conteni­do eminentemente pedagógico. Si se acepta este supuesto, parece posible afir­mar que, en líneas generales, el panorama organizativo necesita de muchas mejoras, aunque hay excepciones honrosas y, por fortuna, numerosas, lo que me lleva a no citarlas expresamente.


Ya en un trabajo anterior sobre este tema, planteé uno de los que considero grandes dilemas de las organizaciones que trabajan en el ámbito no formal de la educación ambiental: su crecimiento. ¿Hasta dónde pueden crecer sin perder su identidad y sin traicionar los objeti­vos para los que fueron creadas?

La opción que planteo vincula el tema del tamaño de estas experiencias con el desarrollo sostenible. Si, al hablar de “sostenibilidad”, incorporamos la dimensión “tamaño óptimo”, parece oportuno seña­lar la necesidad de que exista una cierta vigilancia por parte de los centros para no sobrepasar la medida en la que su inser­ción al territorio circundante resulta la adecuada.

En teoría sistémica, éste es un con­cepto importante. Existe un principio básico que señala que el funcionamiento de cualquier sistema es coherente siem­pre que el sistema se mueva en el marco de unas dimensiones óptimas (los llama- dos “números mágicos”) que vienen defi­nidas, entre otros patrones, por la posibi­lidad de que los distintos elementos del sistema puedan comunicarse entre sí sin necesidad de alargar en demasía los cau­ces o agentes intermedios de esa comuni­cación.

Un principio parecido rige en la teo­ría social de las organizaciones, en la cual se establece que el “óptimo” de un sistema se produce cuando éste se encuentra dotado de controles propios, intrínsecos al sistema mismo, que le per­miten mantener los objetivos y principios para los que nació y, al mismo tiempo, desarrollar una adecuada relación con el entorno.

Estas y otras consideraciones me incli­nan a abordar, como parte final de mi reflexión, la necesidad de mantener viva la tensión ante el dilema que frecuente­mente se plantea a los centros: crecer o no crecer. Porque el tema no es banal, y la historia nos enseña mucho al respecto. Cuando, con el paso de los años, algu­nas instituciones crecen más allá de lo estructuralmente deseable, con frecuencia, se rompen los umbrales que marca­ban el óptimo del sistema y, si se continúa la carrera hacia delante, lo que se produ­ce ya no es un incremento de la calidad, sino un cambio cualitativo: el sistema deja de ser lo que era y se convierte en otra cosa.


He visto como muchas instituciones han trastocado sus elementos constituti­vos esenciales y su coherencia interna por no haber tenido en cuenta este principio. Es lo que algunos llaman “morir de éxito”. Y no deseo ese tipo de “muerte feliz” a ninguno de los centros que, con tanto esfuerzo, están haciendo operativa una educación ambiental no formal de calidad. Por eso, me permito mantener la llamada de atención: no se trata de negarse a crecer, sino de crecer sólo hasta el punto en que resulte posible hacerlo sin cambiar la esencia que da sentido al propio grupo, sus objetivos y sus posibili­dades reales de actuación. Problema éste especialmente relevante cuando afecta a colectivos que trabajan por el desarrollo sostenible y deben dar ejemplo, por lo tanto, de “sostenibilidad”.

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